Ortega y Gasset, conferencia en la ciudad de La Plata en 1939 Para animarnos a la recuperación de nuestros ideales, de nuestro carácter y de nuestro destino de grandeza: “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que daría este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal”

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jueves, 1 de noviembre de 2012

PIERRE BOURDIEU Razones prácticas sobre la teoría de la acción

Espacio social y campo del poder

¿Por qué me parece necesario y legítimo introducir en el vocabulario de la sociología las nociones de espacio social y de campo del poder? En primer lugar, para romper con la tendencia a pensar el mundo social de forma sustancialista. La noción de espacio contiene, por sí misma, el principio de una aprehensión relacional del mundo social: afirma en efecto que toda la «realidad» que designa reside en la exterioridad mutua de los elementos que la componen. Los seres aparentes, directamente visibles, trátese de individuos o de grupos, existen y subsisten en y por la diferencia, es decir en tanto que ocupan posiciones relativas en un espacio de relaciones que, aunque invisible y siempre difícil de manifestar empíricamente, es la realidad más real (el ens realissimum, como decía la escolástica) y el principio real de los comportamientos de los individuos y de los grupos.

El objetivo principal de la ciencia social no consiste en construir clases. El problema de la clasificación, que experimentan todas las ciencias, no se plantea de una forma tan dramática a las ciencias del mundo social únicamente porque se trata de un problema político que surge, en la práctica, en la lógica de la lucha política, cada vez que se intenta construir grupos reales, por una acción de movilización cuyo paradigma es la ambición marxista de construir el proletariado como fuerza histórica («proletarios de todos los países, uníos.»).
Marx, estudioso y hombre de acción a la vez, dio falsas soluciones teóricas —como la afirmación de la existencia real de las clases— a un verdadero problema práctico: la necesidad, para cualquier acción política, de reivindicar la capacidad, real o supuesta, en cualquier caso creíble, de expresar los intereses de un grupo; de manifestar —es una de las funciones principales de las manifestaciones— la existencia de ese grupo, y la fuerza social actual o potencial que es capaz de aportar a quienes lo expresan y, por eso mismo, lo constituyen como grupo. Así, hablar de espacio social significa resolver, haciéndolo desaparecer, el problema de la existencia y de la no existencia de las clases, que divide desde los inicios a los sociólogos: se puede negar la existencia de las clases sin negar lo esencial de lo que los defensores de la noción entienden afirmar a través de ella, es decir la diferenciación social, que puede ser generadora de antagonismos individuales y, a veces, de enfrentamientos colectivos entre los agentes situados en posiciones diferentes dentro del espacio social.

La ciencia social no ha de construir clases sino espacios sociales dentro de los cuales puedan ser diferenciadas clases, pero que no existen sobre el papel. En cada caso ha de construir y descubrir (más allá de la oposición entre el construccionismo y el realismo) el principio de diferenciación que permite re–engendrar teóricamente el espacio social empíricamente observado. Nada permite suponer que este principio de diferenciación vaya a ser el mismo en cualquier tiempo y en cualquier lugar, en la China de los Ming y en la China contemporánea, o en la Alemania, la Rusia y la Argelia actuales.
Pero salvo las sociedades menos diferenciadas (que aun así manifiestan diferencias, menos fáciles de calibrar, según el capital simbólico), todas las sociedades se presentan como espacios sociales, es decir estructuras de diferencias que sólo cabe comprender verdaderamente si se elabora el principio generador que fundamenta estas diferencias en la objetividad. Principio que no es más que la estructura de la distribución de las formas de poder o de las especies de capital eficientes en el universo social considerado —y que por lo tanto varían según los lugares y los momentos.

Esta estructura no es inmutable, y la topología que describe un estado de las posiciones sociales permite fundamentar un análisis dinámico de la conservación y de la transformación de la estructura de distribución de las propiedades actuantes y, con ello, del espacio social. Eso es lo que pretendo transmitir cuando describo el espacio social global como un campo, es decir a la vez como un campo de fuerzas, cuya necesidad se impone a los agentes que se han adentrado en él, y como un campo de luchas dentro del cual los agentes se enfrentan, con medios y fines diferenciados según su posición en la estructura del campo de fuerzas, contribuyendo de este modo a conservar o a transformar su estructura.
Algo parecido a una clase o, más generalmente, a un grupo movilizado por y para la defensa de sus intereses, sólo puede llegar a existir a costa y al cabo de una labor colectiva de construcción inseparablemente teórica y práctica; pero todos los agrupamientos sociales no son igualmente probables, y ese artefacto social que es siempre un grupo social tiene tantas más posibilidades de existir y de subsistir duraderamente cuanto que los agentes que se agrupan para constituirlo estuvieran ya más próximos en el espacio social (lo que también
es cierto de una unidad basada en una relación afectiva de amor o de amistad, esté o no sancionada socialmente). Dicho de otro modo, la labor simbólica de constitución o de consagración que es necesaria para crear un grupo unido (imposición de nombres, de siglas, de signos de adhesión, manifestaciones públicas, etc.) tiene tantas más posibilidades de alcanzar el éxito cuanto que los agentes sociales sobre los que se ejerce estén más propensos, debido a su proximidad en el espacio de las posiciones sociales y también de las disposiciones y de los intereses asociados a estas posiciones, a reconocerse mutuamente y a reconocerse en un mismo proyecto (político u otro).

Pero ¿no significa caer en una petición de principio el he-cho de aceptar la idea de un espacio social unificado? ¿Y no habría que interrogarse sobre las condiciones sociales de posibilidad y los límites de un espacio semejante? De hecho, la génesis del Estado es inseparable de un proceso de unificación de los diferentes campos sociales, económico, cultural (o escolar), político, etc., que va parejo a la constitución progresiva de un monopolio estatal de la violencia física y simbólica legítima. Debido a que concentra un conjunto de recursos materiales y simbólicos, el Estado está en condiciones de regular el funcionamiento de los diferentes campos, o bien a través de las intervenciones financieras (como en el campo económico, las ayudas públicas a la inversión o, en el campo cultural, las ayudas a tal o cual forma de enseñanza), o bien a través de las intervenciones jurídicas (como las diferentes normativas del funcionamiento de las organizaciones o del comportamiento de los agentes individuales).

En cuanto a la noción de campo del poder, he tenido que introducirla para dar cuenta de unos efectos estructurales que no había manera de comprender de otro modo: en especial unas propiedades concretas de las prácticas y de las representaciones de los escritores y de los artistas que la mera referencia al campo literario o artístico no permite explicar del todo, como por ejemplo la doble ambivalencia respecto al «pueblo» y al «burgués» que encontramos en escritores o artistas que ocupan posiciones diferentes en esos campos y que sólo se vuelve inteligible si se toma en cuenta la posición dominada que los campos de producción cultural ocupan en ese espacio más extenso.

El campo del poder (que no hay que confundir con el campo político) no es un campo como los demás: es el espacio de las relaciones de fuerza entre los diferentes tipos de capital o, con mayor precisión, entre los agentes que están suficientemente provistos de uno de los diferentes tipos de capital para estar en disposición de dominar el campo correspondiente y cuyas luchas se intensifican todas las veces que se pone en tela de juicio el valor relativo de los diferentes tipos de capital (por ejemplo la «tasa de cambio» entre el capital cultural y el capital económico); es decir, en particular, cuando están amenazados los equilibrios establecidos en el seno del campo de las instancias específicamente encargadas de la reproducción del campo del poder (y en el caso francés, el campo de las escuelas universitarias selectivas).

Una de las cosas que está en juego en las luchas que enfrentan al conjunto de los agentes o de las instituciones que tienen en común el hecho de poseer una cantidad de capital específico (económico o cultural en particular) suficiente para ocupar posiciones dominantes en el seno de los campos respectivos es la conservación o la transformación de la «tasa de cambio» entre los diferentes tipos de capital y, al mismo
tiempo, el poder sobre las instancias burocráticas que están en condiciones de modificarlo mediante medidas administrativas —aquellas por ejemplo que pueden afectar a la escasez de los títulos escolares que dan acceso a las posiciones dominantes y, con ello, al valor relativo de estos títulos y de las posiciones
correspondientes—. Las fuerzas que se pueden emplear en estas luchas y la orientación, conservadora o subversiva, que se les aplica, dependen de la «tasa de cambio» entre los tipos de capital, es decir de aquello mismo que esas luchas se proponen conservar o transformar.

La dominación no es mero efecto directo de la acción ejercida por un conjunto de agentes («la clase dominante») investidos de poderes de coacción sino el efecto indirecto de un conjunto complejo de acciones que se engendran en la red de las coacciones cruzadas a las que cada uno de los dominantes, dominado de este modo por la estructura del campo a través del cual se ejerce la dominación, está sometido por parte de
todos los demás.
[...]

Consideraciones sobre la economía de la Iglesia

En primer lugar, la imagen manifiesta: una institución que se encarga del cuidado de las almas. O, en un grado superior de objetivación, con Max Weber: un cuerpo (sacerdotal) que posee el monopolio de la manipulación legítima de los bienes de salvación; y, a este título, investido de un poder propiamente espiritual, ejercido ex officio, sobre la base de una transacción permanente con las expectativas de los laicos: la Iglesia se basa en unos principios de visión (disposiciones constitutivas de la «creencia»), que en parte ella ha constituido, para orientar las representaciones o las prácticas, reforzando o transformando estos principios. Y ello, aprovechando su autonomía relativa respecto a la demanda de los laicos.
Pero la Iglesia también es una empresa de dimensión económica, capaz de asegurar su propia perpetuación sirviéndose de diferentes tipos de recursos. Respecto a esto también, una imagen aparente oficial: la Iglesia vive de ofrendas o de contraprestaciones a cambio de su servicio religioso (la ofrenda para el culto) y de las rentas de sus bienes (los bienes de la Iglesia). La realidad es mucho más compleja: el poder temporal de la Iglesia se basa asimismo en el control de empleos que pueden deber su existencia a la mera lógica económica
(cuando están vinculados a empresas económicas propiamente religiosas, como las de peregrinaciones, o de dimensión religiosa, como las empresas de prensa católica) o a la ayuda del Estado, como los puestos en la enseñanza.

Los propios «primeros interesados» ignoran las verdaderas bases económicas de la Iglesia, como se desprende de la declaración típica: «Puesto que el Estado no da ni un duro a la Iglesia, son los fieles quienes mantienen a la Iglesia con sus ofrendas.»

Sin embargo, la transformación profunda de las bases económicas de la Iglesia queda patente a través del hecho de que los responsables de la institución pueden aludir a las posesiones materiales de la Iglesia, antes tanto más negadas y ocultas cuanto que constituían el blanco principal de la crítica anticlerical.

Consecuencia de esta transformación, para calibrar el dominio de la Iglesia, se puede sustituir la encuesta sobre los practicantes y la intensidad de su práctica tal como la llevaba a cabo el canónigo Boulard por un censo de los empleos que tienen su razón de ser en la existencia de la Iglesia y de la creencia cristiana y que desaparecerían si una u otra a su vez llegaran a desaparecer (es decir tanto las industrias de cirios, de rosarios o de imágenes piadosas como los centros de enseñanza religiosa o la prensa confesional). Esta segunda medida es mucho más adecuada: en efecto, todo parece indicar que vamos hacia una Iglesia sin fieles que obtendría el principio de su fuerza (inseparablemente política y religiosa o, como dice el lenguaje de los clérigos, «apostólica») del conjunto de los puestos que ocupa.

El cambio de los fundamentos económicos de la Iglesia que poco a poco se ha ido efectuando hace que la transacción meramente simbólica con los laicos (y el poder simbólico ejercido por la predicación y la salvación de almas) acabe relegada a un segundo plano en beneficio de la transacción con el Estado que garantiza las bases del poder temporal que la Iglesia ejerce, a través de los empleos financiados por el Estado, y sobre los agentes que han de ser cristianos (católicos) para ocupar los puestos que controla.

El poder efectivo que detenta sobre un conjunto de puestos (de docente en un centro católico, pero también de guarda en una piscina asociada a un centro religioso, de intendente en un hospicio religioso, etc.) que, sin que la pertenencia o la práctica religiosa sea explícitamente exigida, recaen prioritariamente en miembros de la comunidad católica e incitan a quienes los ocupan o a quienes aspiran a conseguirlos a perpetuarse como católicos, garantiza a la Iglesia el dominio de una especie de clientela de Estado y, con ello, una renta de beneficios materiales y, en cualquier caso, simbólicos (y ello, sin necesidad de asegurarse la propiedad directa de los centros de dimensión económica correspondientes).
A causa de todo ello la Iglesia parece estar adaptada a la imagen de desinterés y de humildad que conforma su vocación declarada. A través de una especie de inversión del fin y los medios, la defensa de la enseñanza privada se presenta como una defensa de los medios imprescindibles para el cumplimiento de la función espiritual (pastoral, apostólica) de la Iglesia, cuando en primer lugar trata de garantizar a ésta los empleos, las posiciones «católicas» que constituyen la condición principal de su perpetuación y cuya justificación consiste en las actividades de enseñanza.

Obra Completa: http://epistemh.pbworks.com/f/9.%2BBourdieu%2BRazones%2BPr%C3%A1cticas.pdf
  
Saludos rituales, Bocha... el sociólogo.

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